Andreíta pedía un poco más de sopa a
su papá. Pasmoso el mismo pasaba patético pan del panadero.
“Vaya suerte la mía”, suspiraba Andreíta, ya sin sopa, sin seso
y sin sexo. Sentada en la mesa ya había vuelto a quedarse sola, y
éso que era su cumpleaños, o su boda, o su oportunidad. Un poco de
todas, la verdad. Tiró el plato al suelo y se negó a recogerlo.
Para recordarle que había que limpiarlo, para éso, sí habían
personas. “Menudos listos”, susurraba indignada Andreíta con
escoba y recogedor. Arrojó los trozos de porcelana por la ventana, y
abrió la cabeza del viandante: “Por pertenecer a los mismos, por
ser un cobarde”, le dijo riendo satisfecha. El señor se fue
llorando, pero siguió sin traerle su sopa. “Sopesemos el
problema”, supuso Andreíta, “Sólo con sortilegios sortearé
suspenderme en vida”, y con ella cogio su varita y echó a volar.
“Adios papá, la sopa siempre fue algo fatal”, dijo para mentirse
a sí misma. A la vuelta de la esquina, un avión la engulló en sus
turbinas, y de Andreíta sólo quedó su deseo de sopa, su recuerdo de rompecabezas, su mala educación con los otros comensales.