domingo, 30 de noviembre de 2014

Bobol III: J. o el sueño divino




          Una vez aceptamos que nada se puede hacer, cuando perdemos la esperanza y nos entregamos, encontramos una verdadera paz. Fight Club siempre será adolescente, pero algo podemos también aprender de ella. Óscar acepta su derrota, aunque parcial, y no duda en sentarse a beber con la decadente figura frente a él configurada. No sólo acepta su presencia sino que además parece resultarle incluso anodina: no la toma en serio, parece aburrirle. En la locura encontramos pues el destello de soberbia y potencia que no encontramos en su Yo normal.

          J. está tranquilo y parece tener algo importante que contarnos. Del mismo modo que él no se presenta, y accede directamente a su historia, nosotros obviaremos su procedencia, para poder centrarnos sólo en el nucleo de aquello que diga: será un símbolo abstracto para nosotros, pues no es Real ni tiene una relación con ello. Aunque sí hay que mencionar una relación de este ente con una parcela de la realidad: el Pasado. Deberemos mantener en mente ésto durante todo el mediometraje: la importancia que tiene el Pasado en la Locura.

          Empezamos hablando del Infierno, para llegar a Dios, y con éste debe llegar también el Paraíso. Para todos existe esa 'lugar ideal', donde una vez fuimos felices, pasamos nuestra infancia, vivimos nuestra vida. No sólo es un lugar sino también un momento, porque conlleva situaciones, y así J. nos habla de sus veranos en la playa. Allí él encontró a su ser Divino y así accedió al Paraíso, en la mejor de las situaciones, rodeado de su lugar y de su momento.

          Pero los fantasmas nunca vienen a alentarnos, sino a prevenirnos de la cercana disolución de las cosas. Con un tono absurdo, unos escenarios divertidos, porque creer que un sueño fue realidad siempre será infantil, J. desvela como su ensoñación desapareció de la noche a la mañana y ese acceso a lo trascendente no le salvo de la vuelta a la realidad. Al contrario, hizo de ella un nuevo Infierno, pues tras haber experimentado el éxtasis cualquier otro goce nos parece nímio e insustancial. El mar se congela, las personas cambian y todo pasa a tener un color desagradable, sucio, en comparación a aquello que tan feliz nos hizo.

          J. nos recuerda que ese acceso a lo Divino no tiene por qué suponer nada. Nosotros somos quienes creamos nuestras realidades y por esa misma condición podemos despertar de ellas, y bien importante es ser consciente que nada volverá a ser lo mismo tras esa efimeridad en lo sagrado. Nada volverá a parecernos digno en la vida excepto esos momento dónde estuvimos en el más allá con Dios, en la playa, entre los pescadores. Ésto nos volverá ridículos, haciéndonos negar la realidad, conscientes de la verdad de la misma, pero incapaces de anteponerla a nuestros sueños y aspiraciones ahora rotos. Uno se vestirá de hawaiano aunque veranee en la montaña, rodeado de nieve, negando el exterior porque el regreso a la realidad fue demasiado duro como para poder seguir lidiando con ella.

          Óscar debe entender el peso que tendrá el día de mañana lo que hoy haga. No habrá vuelta atrás, no podrá volver a su monasterio a rezar tras tocar al ente divino, pues el ya no volverá jamás a ser el mismo, y éste podría no quedarse, abandonándolo en tierra de nadie. Óscar debe prepararse en lo Real su acceso a lo Trascendente, pues este primero mismo cambiará en su contacto con lo mágico.

          La realidad niega, lo externo confirma cómo semejante tarea siempre supondrá demasiado para un hombre. No podemos evitar que nuestros sueños, esas imágenes irreales que por alguna razón nos asaltan por las noches, impregnen la vida misma, y la transforme. El peor sueño no es aquel dónde sufrimos, sino aquel dónde somos felices de verdad, para posteriormente despertar. ¿Deberíamos arriesgarnos a tener este tipo de sueños?

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