viernes, 2 de diciembre de 2011

La semilla

          Recuerdo la primera disertación fuerte que hice sobre la realidad. La primera duda que embargó todo mi ser a una tierna edad. Tendría unos diez años.

          Estaba con mi padre en la parte trasera de nuestro chalé, en el pequeño jardín con pinos, el paellero y el estanque, mientras recogíamos unas ramas o algo así. Recuerdo que pregunté algo sobre la realidad, muy inocente yo, y de como nuestro cerebro la procesa. Aunque hasta este punto el recuerdo es algo borroso, tras la respuesta de mi padre recuerdo las palabras que cruzaban por mi mente, las sensaciones que de pronto sentí al ser despojado de una credulidad que ahora no puedo entender.

          Mi padre me dijo que, pese a todo, la realidad no tiene por que ser cierta. No tenemos ningún mecanismo último para demostrar que lo que ocurre ahí fuera realmente está ocurriendo. Tendemos a decir que cuando un gran número de observadores concuerdan en que algo ha ocurrido, aceptamos que sea así. Pero sin embargo nuestro cerebro puede estar engañándonos continuamente. También en esos momentos en los que otros individuos afirman nuestra realidad.

          No me lo pude creer. Por más que le daba vueltas a dicha observación, no encontraba ningún fallo: podía ser. Entonces me puse nervioso, el pulso se me aceleró y comencé a moverme rápido, alrededor de mi padre, preguntándole que como algo tan despiadado parecía tan verosímil: debía haber alguna forma de desmentir semejante locura. Mi padre, con tranquilidad (pues realmente esta idea está más que masticada por una persona que se ha parado a pensar un poco sobre la existencia), me respondía que no por eso podíamos abandonar la creencia en la realidad, pues siempre es lo más real que tenemos, pero que aun así, el problema de la existencia tan sólo individual era algo tangible, puesto que no podemos oír como piensan los demás, que es la sensación más relacionada a estar existiendo que conocemos.

          De pronto imaginé miles de situaciones en las que tan sólo una era la persona que la estaba existiendo. Yo vivía mi existencia con otras personas, pero estas no estaban existiendo realmente conmigo, si no que podían ser fruto de mi mente. Quizás existían, de acuerdo, pero no tenían por que estar existiendo en el mismo lugar o momento que yo. Recuerdo que tras esto siempre me imaginaba, a modo de relato, que cuando nos íbamos a dormir nos descompensábamos de una forma existencial respecto a la gente, pues cuando te duermes, inmediatamente te despiertas al día siguiente: la gente que se había quedado despierta mientras tú dormías... ¿Ya había llegado al momento en el que tú estabas?

          Son ideas muy prematuras, no hace falta que lo juréis. Aun así me imagino que pueden resultar interesantes a aquellas personas que no hayan tenido la suerte de tener una influencia intelectual-filosófica cerca desde siempre. Yo he tenido la suerte de tener unos padres que, cada uno en su campo, me enseñaron a disertar sobre las cosas, a pensar y a ser crítico con todo; primero con uno mismo. Me enseñaron a ser humano y máquina; frío y cándido; razón y pasión; dignidad y locura.

          Hoy es el cumpleaños de mi padre y quería felicitarle a mi manera. Puede sonar pedante, soberbio, meloso, infantil o inconexo. No me importa, es mi manera, y sé que se entenderá.

          Quería felicitarle, realmente, no por cumplir años, la cual cosa no tiene mucho mérito a nivel estadístico. No, se merece que le feliciten por algo más que por sucumbir cada vez más a la entropía: quería felicitarle, personalmente, por el buen trabajo que ha hecho conmigo. No sé si seré lo que se imaginaba, ni si podré cumplir todas las expectativas que me exijo y se me presentan... No sé hasta que punto puedo ser un humano bien hecho. Pero lo que sí sé es como experimento mi vida, como la siento. Como día tras día me siento un poco más lleno, un poco más satisfecho. No tengo ni la más mínima idea de que clase de padre seré en el futuro, pero sin duda uno de la clase que tiene hijos felices, está muy bien.

          Felicitarle por conocer a mamá, y por ende, felicitarla también a ella. He de reconocer, ante todo, que bien diferente hubiese sido mi educación, mi evolución frente a la vida sin el personaje que continuamente crea; sin la energía, voluntad, fiereza y pasión que le pone a cada acto, a cada momento de esta ridícula existencia. Sin todo ese ímpetu, sin toda esta fuerza, sin toda la visceralidad que ella me ha transmitido, seguramente no sería más que una persona lista.

          Juntos habéis creado una persona de la que me siento orgullosa, una persona que me gusta ser. No se si será un buen regalo, pero para mi es el mejor que he recibido nunca.